Las luces de la ciudad comenzaban a iluminar las calles llenas de ruidos y sombras. Mientras la gente caminaba apurada y se llevaba puesta cualquier cosa que se les cruzara, una voz de fondo invadía la tranquilidad. Una voz clara, conocida y firme gritaba algo que ya no quería escuchar.
El ritmo nos hacía correr para escapar.
No me daba vuelta, no lo quería mirar. No se alejaba. Respiraba justo atrás de mi espalda.
Había cada vez menos almas, ya nadie me ayudaba a ignorar. Mientras se iban yo seguía sola, con su sombra y sus susurros. Me suplicaba que me quedara. Me rogaba que ya no me alejara.
Me decidí y lo miré. Fijo en sus ojos me clavé. No lloré, solo grite.
Grite como nunca antes, pero nadie me escucho, y menos yo. Él me miraba sin compasión, sabía que no podía mantener más mi posición.
Lo volví a mirar y me dí vuelta. Levanté la cabeza y con pasos firmes me dirigí a la puerta. Ya estaba cerca, y aunque dudaba, todo mi orgullo me felicitaba.
Me pare frente a la entrada, le advertí que era lo último que nos conectaba.
Entré, dí un portazo. Deje al pasado del otro lado.
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